SEGUNDO CAPÍTULO. BAJANDO A EL CÍRCULO (El Capitán y el Finolis)

La comitiva de invitados puso poco interés en el útil regalo de los padrinos y, los pocos que advertían su presencia, lo hacían para establecer parangones entre Rebeca y algún pariente o amigo. Pero eran minoría. El que más y el que menos se disponía resignadamente a un par de horas de segregación salivar propia de la cercanía del convite.

Los niños sí se acercaban al atemorizado animal hasta una distancia propicia para competir en el arte de engonchar piedras en las relucientes alforjas de Rebeca.

El recién inventado juego no tenía la emoción del parchepedrá, pero interrumpió el sopor de una tarde de verano y, por supuesto, la tranquilidad de Rebeca.

Cómo predijo para los grupos de más de dos españoles el Rey José Primero Bonaparte (conocido como Pepe Botella e ignorado por la Enciclopedia Álvarez), rápidamente se organizaron dos bandos a saber: los locales de La Cerquilla con pantalones raídos y rajones en la culera, y los invitados a la boda, que se acababa de celebrar en la ermita, con pantalones nuevecitos y con también nuevecitos rajones en la culera.

Bajar arrastrando el culo por los recientes poyetes de la cuesta de la ermita era una prueba insuperable para cualquier pantalón.

En ausencia de reglas, las piedras eran cada vez más gordas, poniendo ya a prueba la integridad de las alforjas y la paciencia de la burra.

Crecía la tensión y, con la ventaja que tomaban los visitantes de la boda, empezaba a quedar en mal lugar el aireado poderío de La Cerquilla sobre cualquier otro barrio o rival. Se hacía necesario poner fin a aquella humillación y ¡encima! a manos de de un combinado de ocasión formado por niñatos vestidos de Domingo y forasteros o recién llegados hablando finolis.

Y efectivamente, el juego acabó de repente cuando un rubiales, algo canijo para el cargo, pero de jerarquía incuestionada, y que parecía capitanear por la zona, gritó “hasta el pozo y marica el último”. Al momento, una caterva de imberbes con pantalones viejos y nuevos establecieron una frenética carrera con los honores invertidos y de la que en unos instantes sólo quedaba una polvareda al trasluz.

Al asentarse nuevamente el polvo fue cuando llegaron los auténticos protagonistas de la tarde.

Venían de posar, cual estrellas de Hollywood, en los alrededores de la ermita para el retratista traído de Miajadas.

El joven Manuel, con las máquinas más modernas del momento y laboratorio propio, había sido recomendado al Tío Lucas que, siempre adelantado a su tiempo, no había reparado en gastos para que, a pesar de otras carencias, la pareja tuviera los mejores recuerdos de ese día.

Impostando un hablar poco cultivado, que usaba para sentenciar a lo Séneca, solía repetir en el Casino cuando se terciaba el tema: “sino ties foto, noapasao”.

Foto Díaz Miajadas, como rezaban inicialmente el reverso de los retratos o sus marcos con orla impresa, llegó para quedarse. Representaba la modernidad frente a los artilugios y técnicas que, desde Pela, habían llevado al papel a varias generaciones de logrosanos.

El peleño se había hecho profesional a sí mismo en la alquimia misteriosa de la oscuridad, pero su mejor virtud como fotógrafo no había pasado de ser la paciencia.

Su lema, del que se sentía orgulloso, lo llevaba escrito en el lateral de la maleta en la que paseaba los jachiperres de pueblo en pueblo: “AQUÍ, LO QUE ENTRA SALE!”

Con él cerraba cualquier opción de mejorar la realidad que se ponía delante de su cámara oscura.

La realidad de Juana no necesitaba ser mejorada y, además, esa tarde de San Pedro y San Pablo lucía su vestido radiante de felicidad.

Había seguido fielmente las instrucciones de Luciana y hacía casi el año que se habían acercado al comercio de José Gil en Zorita aprovechando la ida y vuelta a Villanueva del camión de Adrián a quien el Tío Lucas había pedido el favor.

La calidad del generó, el surtido siempre a la última y la formalidad de José El Pañero, hacían de su establecimiento, de telas y alguna confección, un referente en la comarca que daba lustre comercial a Zorita y prestigio a su clientela.

Atraídas por ese prestigio, allí encontraron un retal de tafetán de seda que parecía proceder de la pieza de la que se había cortado el vestido de la mismísima Grace Kelly.

El corte estaba como medido para ella y ambas recordaron las palabras del padrino sobre el color del vestido: “si la princesa de Mónaco con 200 Ha se ha casado de blanco, mi Juana, princesa de Logrosán, con más de 36.000 Ha, no va a ser menos”.

Adela, la madre de la propia Juana, se encargó durante ese año de convertir el retal zoriteño en un guante para el cuerpo de su hija.

Aquella tarde del verano recién estrenado, el calor tornaba el tafetán de seda en pura lana virgen sobre la piel de Juana que, sin embargo, lo portaba con elegancia.

José, por su parte, no desmerecían modo alguno la belleza serena de su, por fin, esposa. Ambos hicieron los honores a los regalos, pero, sobre todo, a sus padrinos a los que tanto debían.

Mientras, la comitiva regaba sin orden alguno toda la calle del Consuelo. Los niños, esta vez azuzados por uno de los finolis que conocía bien el camino y las reglas no escritas entre barrios, atendían a un segundo reto: “ahora, hasta el pozo del Altozano”.

El espabilado capitanzuelo de La Cerquilla pilló al vuelo la trampa tendida y, aunque contrariado, intervino a tiempo de decir: “como mucho hasta la calle la Fuente”.

Allí pararon los de La Cerquilla como si la DKW aparcada junto al comercio de Pedrero fuera un muro de granito ya frente a la Calle La Oliva.

Los de la boda siguieron calle del Consuelo abajo y desde la esquina del Altozano lanzaron tal cantidad de insultos que, unidos a los devueltos desde detrás de la DKW, no habrían podido ser absueltos desde el confesionario de Don Francisco en una sola tarde de primer viernes de mes.

La siguiente atracción hubieran sido los arados o los ejes de ruedas de carro que, en la puerta de la fragua de Antonio Paz, aguardaban turno de reparación.

Pero en ese momento se empezaron a oír gritos de “que vienen los novios que vienen los novios”.

Entonces el cabecilla finolis lanzó un nuevo reto: “hasta el pilón, gana el primero que corte una flor”.

La nueva estampida casi se lleva por delante a la pareja, madres y padrinos que ya bajaban apresurados por lo tardío de la hora, a la altura del Capitol. De allí salieron al paso varias parejas cuyos estómagos no habían podido esperar y sus bolsillos se lo habían permitido.

Doblaron la esquina de la Plaza para dirigirse a El Círculo cuando el finolis de los retos subía de dos en dos las escaleras desde el jardín, con una rosa en la mano y un municipal con la porra en ristre a su culera.

Cruzó la carretera sin mirar y, arrojándose a los pies de la sorprendida novia, mientras en esa parte de La Plaza se hacía un silencio, consiguió jadeante poner la flor en sus manos diciendo:

Esta rosa te ofrezco,

Princesa de Logrosán.

En sus pétalos leo,

Lo que tus bellos ojos verán.

El uniformado y su porra quedaron cual estatua de sal bíblica. La comitiva, que se había ido reuniendo en torno a los novios, estalló aliviada con vivas a la novia, José ayudó a levantarse al mozalbete y el tío Lucas, con la autoridad que desprendía, hizo una seña a la todavía estatua de sal para que volviera su ser y dejara al rapsoda en la libertad que, según él, merecían los creadores.

Sólo Juana, reemprendiendo el camino y mirando la rosa en su mano, daba vueltas al enigmático mensaje de las dos estrofas finales. Por fin alcanzaron la puerta de lo que años atrás fuera la afamada Fonda Loro dispuestos a festejar una boda que, buena parte del pueblo miraba de reojo.

JMGOL60 (Agosto 2019)